Y envejezco. No me queda más remedio que reconocerlo. Mis manos me delatan.
A simple vista apenas se aprecia, pero yo puedo ver pequeñas manchitas, la piel menos tersa, las venas más marcadas...
Mi cara envejece menos. ¿Quizá al estilo de Dorian Gray existirá por ahí un retrato mío que refleja todas mis enfermedades y mis malas conductas? Porque el resto de mi cuerpo sí que sufre el paso de los años. En forma de crujidos mañaneros, de dolores articulares, de cansancios exagerados...
Pero así es la vida. El cuerpo va degenerando, descomponiéndose. Mientras el alma permanece aún joven, sintiéndose como si aún tuviese veinte años. Lamentando lo que podía haber hecho y no hizo. Pensando en cómo podría haber cambiado las cosas para que el presente fuera diametralmente opuesto...
Pero la vida no admite ensayos. Es una representación única. Corremos veloces hacia el final, a veces a lo loco, sin saber muy bien lo que hacemos, hasta que casi sin darnos cuenta el tiempo se acaba y ya no queda tiempo para rectificar. Ni para darse más crema de manos...
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