domingo, 3 de noviembre de 2013

El show debe continuar...


Como cada año, toca  visita al cementerio. Dos macetas con crisantemos y un ramo de flores de tela (rosas amarillas, más bonitas que los canijos crisantemos). Mi madre que apenas se sostiene sobre sus flacas piernas, a mi lado, y que tozuda no ha cogido ni el bastón ni la muleta.
Yo me niego a recordar. Pero leo las letras de la lápida. Ese nombre tan familiar. Y la fecha. Y me da por rezar. Y el desastre es inevitable.
Comienza con un ligero nudo en la garganta que va aumentando rápidamente, sigue con humedad en los ojos, un par de lágrimas, luego tres o cuatro, debilidad en las piernas, me siento en la tumba contigua (frío mármol blanco), el cigarro se me cae de los dedos, y en dos minutos estoy sollozando y mi madre intenta consolarme y dice que me va a oir la gente. Maldito lo que me importa la gente, solo puedo pensar en mi pena, una pena amplia y difusa, que comienza con mi padre y se extiende a toda mi vida y alrededores y parece que nunca va a acabar. Pero a los pocos minutos respiro hondo, me limpio los mocos, me recompongo, me levanto y llevo a mi madre (muy, muy despacio) por el lateral del cementerio hacia el coche. Hasta el año que viene. Mientras tanto, la vida seguirá...

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