domingo, 31 de agosto de 2014

Domingo de verano



La calle huele mal. La gente parece desagradable. Hace demasiado calor. Los dependientes son serios y callados. Menos el vendedor chino, que me da el cambio sonriente.

Me siento en un banco a beber zumo de naranja y fumar un Camel que he tenido que sacar de una máquina del bar más cercano porque olvidé ir al estanco el día anterior para comprar el tabaco de liar que suelo consumir. En una terraza cercana un grupo de amigos ríe. En otro banco una madre, quizá dominicana, juega con su hijo en el carrito. Una paloma solitaria y sucia me suplica migajas. Y me noto rara, con un ligero desgarro en el interior...

Termino rápido el cigarrillo y regreso a mi caótica casa, a mi acogedora y matricial casa. Mi guarida gatuna.
Busco en la nube y encuentro estas palabras con las que logro identificarme.

DOMINGO
(José Manuel Caballero Bonald)

La veis un día domingo.
Lleva un cuerpo cansado, lleva un traje cansado
(no lo podéis mirar),
un traje del que cuelgan trabajos, tristes hilos,
pespuntes de temor, esperanzas sobrantes
hechas verdad a fuerza de ir remendando sueños,
de ir gastando semanas, hambres de cada día,
en las estribaciones de un pan dominical.

La veis venir acaso de un afán desahuciado,
de una piedad con fábulas, la veis
venir y ya sabéis que está llamándose
lo mismo que la vida,
lo mismo que su traje hecho disfraz de olvido,
hecho carne de engaño comunal,
cortado a la medida de mensuales lágrimas,
de quebrantos tejidos con la última
hebra de la intemperie, con las trizas
de ese telar de amor donde entrevemos
la pobreza de todos que es un cuerpo sin nadie.

Sucede que es un día más bien canción que número,
más bien como una lluvia de inclementes pestañas,
de humilde mano abierta
que volverá a vestir de desnudez la vida.
Y entonces ya es mentira crecer sobre raíces,
ya es mentira ese sueño blandamente nocivo
que se nos va quedando arrendado en la piel,
que se consume hasta perderse
en un mísero rastro de caricia aterida,
hasta llegar a confundirse con un domingo anónimo,
con un tiempo de nadie hilvanado de lástima.

Y entonces ese día, el domingo,
ella viene llegando, corre, se nos acerca
(todos la conocemos),
nos mira igual que un charco
de amor recién secado, nos contagia
de todo cuanto es crédulo en su espera siguiente,
porque está consolándose con un jornal vacío,
porque está desviviéndose
en una vana sucesión de acopios para huir,
de ir contando los años por tránsitos de trajes,
por memorias zurcidas, por sueños arrancados
del retal de un domingo cegador e ilusorio.