sábado, 9 de noviembre de 2013

Día redondo


Seguro que alguna vez os ha pasado el haber vivido un bendito día en el que parece que los dioses se apiadan de vosotros, los astros se alinean a vuestro favor y todo sale a pedir de boca. Os elogian efusivamente un relato y un famoso locutor lo  radia en una emisora de alcance nacional con su voz sonora y expresiva. El chico que os gusta se muestra solícito, simpático y complaciente y os hace una caricia. Tenéis una entrevista de trabajo en una multinacional de primera linea en el sector en el que sois especialistas y os sale bien a pesar de haber llegado con casi media hora de retraso porque la entrevistadora ni se entera ya que estaba entretenida en una reunión.
Pues bien, yo tuve un día redondo ayer. Y para rematar la faena, llego a casa y me encuentro al repartidor de UPS en la puerta que acaba de llegar y me trae los dos cartuchos de tinta (negra y de color) más el papel fotográfico que necesitaba, cuando dicho repartidor tenía previsto pasar por mi domicilio a las cinco de la tarde y ya son casi las ocho.
¿Qué más puedo pedir? Mucho más, sin duda. La insatisfacción humana no tiene límite. Pero no, por hoy estoy más que satisfecha y ni siquiera me voy a quejar de mi cansancio (culpa de los nervios y de la carrera por perderme y llegar tarde a la entrevista), ni de mi dolor de espalda (idem de idem), ni de mi casa revuelta (sólo yo soy la responsable, y un poco mis gatos también). Porque quejarse es una pérdida de tiempo. Lo es todos los días, pero sobre todo un día tan redondo como hoy.

domingo, 3 de noviembre de 2013

El show debe continuar...


Como cada año, toca  visita al cementerio. Dos macetas con crisantemos y un ramo de flores de tela (rosas amarillas, más bonitas que los canijos crisantemos). Mi madre que apenas se sostiene sobre sus flacas piernas, a mi lado, y que tozuda no ha cogido ni el bastón ni la muleta.
Yo me niego a recordar. Pero leo las letras de la lápida. Ese nombre tan familiar. Y la fecha. Y me da por rezar. Y el desastre es inevitable.
Comienza con un ligero nudo en la garganta que va aumentando rápidamente, sigue con humedad en los ojos, un par de lágrimas, luego tres o cuatro, debilidad en las piernas, me siento en la tumba contigua (frío mármol blanco), el cigarro se me cae de los dedos, y en dos minutos estoy sollozando y mi madre intenta consolarme y dice que me va a oir la gente. Maldito lo que me importa la gente, solo puedo pensar en mi pena, una pena amplia y difusa, que comienza con mi padre y se extiende a toda mi vida y alrededores y parece que nunca va a acabar. Pero a los pocos minutos respiro hondo, me limpio los mocos, me recompongo, me levanto y llevo a mi madre (muy, muy despacio) por el lateral del cementerio hacia el coche. Hasta el año que viene. Mientras tanto, la vida seguirá...